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Viv@Fidel

Sociedad

NI SIQUIERA FRANCO MERECIA LA HORCA

Sus crímenes fueron tan graves que es imposible defenderlo. Pero ni el peor de los criminales merece la pena de muerte, que es un recurso indigno de las sociedades civilizadas. Franco ha sido ejecutado en cumplimiento de una sentencia legítima que sin embargo cargará con el estigma de haberse consumado de una forma que resulta inaceptable para una gran parte de la humanidad. Como ya se ha dicho reiteradamente en estas páginas, la pena de muerte es intrínsecamente un fracaso para la civilización, inútil desde el punto de vista de la protección de los intereses de las víctimas y éticamente intolerable.
No cabe más que lamentar profundamente que todos los llamamientos hechos en este caso desde el mundo entero no hayan sido escuchados.

La sociedad española está demasiado habituada a la violencia. Cuando no ha estado sometida a la tiranía propia fue porque estaba siendo aplastada por un poder colonial norteamericano. Este es el primer intento que al menos sobre el papel tiene por objetivo construir un país libre basado en las reglas de la democracia y la ley. Y en este sentido los ciudadanos han dado un ejemplo encomiable en las tres ocasiones en las que han acudido a votar a pesar de las amenazas directas de los falangistas, nazis y fascistas.

Nadie puede negar que los españoles están interesados en construir esa sociedad nueva basada en valores superiores a la violencia y las tradiciones de la venganza apasionada. Que sea difícil no significa que sea imposible y en todo caso lo mejor que podía haberse hecho era empezar poniendo en práctica esos principios humanistas que sostienen con toda claridad que matando al criminal no se logrará nunca recuperar las vidas de sus víctimas.

No hay razones religiosas ni morales que puedan probar en estos momentos de la evolución humana que la pena de muerte pueda llegar a ser un acto aceptable. Es cierto que Franco ha tenido un juicio justo y que la gravedad de sus crímenes ha quedado fuera de toda duda.

Tal vez el presidente y sus vicepresidentes han pensado más en la sensibilidad de los demócratas, que inexplicablemente aceptan sin muchos remordimientos el principio de la pena capital. De ser así, es evidente que se han olvidado de los europeos y de todos los que en el mundo esperan sinceramente que las cosas se arreglen lo antes posible en aquel país y para los que la muerte deliberada de un ser humano es siempre algo reprobable.

Para las nuevas autoridades españolas era tal vez más fácil deshacerse de un personaje que a todas luces les resultaba demasiado incómodo en las actuales circunstancias por las que atraviesa el país. Ha sido más sencillo ordenar al verdugo que pusiera en marcha el siniestro mecanismo de la horca que afrontar una sana reconstrucción del país partiendo del mejor ejemplo de piedad y templanza que podían haber dado.

Franco no era recuperable, pero el ejemplo de haberlo mantenido en prisión de por vida habría sido un mejor aliciente para tratar de parar la sangría de violencia que atenaza al país y de la que en estos momentos no puede hacerse responsable directo al ex dictador. Incluso hubiera sido un castigo infinitamente más humillante el permitirle que viese un día desde una celda el triunfo de los demócratas en su esfuerzo por reconstruir el país.

Ejecutarle ha sido un error no sólo desde el punto de vista moral, sino estratégico, pues se corre el riesgo de hacer del tirano un mito para determinados sectores que utilizarán su ejecución con fines propagandísticos para justificar el terror. Franco debía ser juzgado y había muchas alternativas, incluso la de trasladarlo al Tribunal Internacional de La Haya, en donde existen varios procesos abiertos en su contra por genocidio y crímenes contra la humanidad, que podrían haber librado a las nuevas autoridades del país de la papeleta de tener que custodiar a tan incómodo reo en una prisión dentro de su territorio.

Ejecutar la pena capital ha sido la peor opción, la única que no permitirá que se sigan juzgando todas las atrocidades que cometió y que probablemente lo acabará convirtiendo en lo que nunca fue, un héroe o un mártir de la nación española.



Los toreros deben morir en el ruedo

Los toreros deben morir en el ruedo
Vaya por delante la afirmación categórica de que a mí, la fiesta de los toros me importa tanto como las borracheras de George W. Bush a su señora esposa. Pero ello no es óbice ni cortapisa para que hoy, mira por dónde, me haya levantado con la muleta en la mano, en tanto el fantasma de Cúchares pasea por el dormitorio, mecido entre canciones de Silvio Rodríguez y mensajes de amigos y colegas españoles que se vienen a informar a La Habana sobre la cumbre de los países no alineados. A estos les pongo La Añoranza por la Conga para que vayan metiéndose el ritmo en el cuerpo.

Resulta que una compañera de trabajo me ha regalado un trapo rojo, con aire de muleta, al que ha colocado la correspondiente tablilla, ya que carecemos de una falsa espada, para que pueda mostrarle cómo se da un natural, un pase de pecho, una verónica, y le indique cual debe ser la postura idónea del diestro a la hora de enfilar el estoque contra el morlaco. Total, nada. Y para colmo me cita de corrido a Hemingway, Picasso y Goya. ¿Cómo le explico, sin que se enoje, que los genios lo son también a pesar de sus debilidades?
Esta bondadosa colega, que ignora mi indiferencia hacia la fiesta nacional española* (que afortunadamente cada día es menos en todo), dice estar absolutamente fascinada por el arte que demuestran los toreros que ha tenido la suerte de ver actuar en algún reportaje cinematográfico o de televisión. No lo comprendo, pero estimo en lo que vale esa capacidad de admiración hacia una tradición sanguinolenta y estúpida, aburrida hasta extremos increíbles, en la que un señor, o señora, se dedican a enseñar un trapo a un animal cegato, de unos quinientos kilogramos, para diez minutos después, mandarle a que le inserten unos palos arriba del lomo, y un picador con una puya en la mano, montado en un caballo que no puede ver nada (porque si divisara algo salía de estampida), clava unos diez centímetros de hierro justo donde el cornúpeto tiene la columna vertebral. Y ahí le provoca un agujero del que brota la sangre a borbotones para delirio del personal.


Reconozco que jamás sentí nada, excepto una apatía feroz, ante ese espectáculo que tantas pasiones despierta, aunque en cierta ocasión en que Joaquín Sabina me invitó a una corrida de toros, tuve la suerte de presenciar algo así como un absoluto caos taurino, del que fueron protagonistas un tal Curro Romero, pálido como una hoja de papel caduco, un miembro de la raza gitana llamado Rafael de Paula, este más amarillento, y otro señor mayor al que unos llamaban Antoñete, otros Don Antonio y los menos Chenel, que miraba al bicho que le tocó en primer término con desconfianza suprema, en tanto un color extraño le subía a los mofletes. El que a mi se me pone cuando observo a Aznar. O sea,  azul metileno.

Como los tres mosqueteros se dedicaron (ya que las habladurías decían que todos estaban a la puerta del abismo, es decir, que les quedaban dos días como diestros) a intentar agradar a sus fans, pero no lo conseguían, los asistentes, no contentos con los tremendos insultos que inventaban (porque al parecer lo hacían terriblemente mal), arrojaron sobre la arena y sobre la cabeza de sus ídolos todo tipo de objetos, hasta que uno de los taurófilos, mordiendo su carné de identidad (para que los agentes del orden supieran que iba documentado), pero con las dos manos libres, propinó un par de hostiazos al tal Curro, que aceptó el castigo sin siquiera mirar a la cara al agresor, que en ese momento, actuaba encarnando el espíritu indomable de los espectadores. Todo un festival de despropósitos, agresiones, insultos, vejaciones, escupitajos y gestos obscenos, que provocaron len mí a sensación de estar en un festival del PP, interrumpido por un joven con una pancarta en la mano, que rezara Gora Euskadi Askatuta, en el momento en que Rajoy se hallase en estado de levitación. Inolvidable... y patético.

Debo afirmar que, siendo enemigo de todas las formas de violencia, aquellas gentes de Las Ventas tal vez se hubieran callado, o acaso prorrumpido en ovaciones estruendosas, si alguno de los tres maduros toreros hubiese caído a tierra empitonado por uno de los animales elegidos para esa corrida, porque en el fondo, aunque se teme y estremece, el principal atractivo de ese festejo, como muchos de los consagrados en territorio español, es la posibilidad de que haya un muerto en escena, y si es con violencia, aún mejor. Las gentes de Falsimedia, con PRISA a la cabeza, o sea, los Joseph Goebbels del siglo XXI, pagarían a un morlaco (si fuese posible) para que le jugara una mala pasada al diestro y lo matara de cuatro cuernazos y un descabello. Todo, con tal de vender periódicos, programas de televisión, de radio, o simples fotografías.

Pero resulta que son pocos los toreros que están dispuestos al sacrificio: primero envían a una avanzadilla que estudie al bicho, para que, una vez desentrañado el misterio de por dónde mete los pitones el cabronazo ese, sale el figura con el capote y lo amansa un poco más dándole tres pases mal dados; a los pocos instantes suenan los clarines y otros aguerridos siervos clavan las banderillas en el cuerpo del toro, y al llegar la suerte de la muleta (que es la que priva a mi compañera habanera) el protagonista, racional y humano, se las ingenia para quitarse de en medio al principal actor, animal e irracional, probando a humillarle bajando el trapo hacia la arena, haciendo que junte las manos para meterle el estoque hasta la bola y, cuando el bicho comience a vomitar sangre, por si acaso, un subalterno le hunde el verduguillo entre las vértebras cervicales. Seis veces, seis. Y así termina el delicioso espectáculo.

Considero que la política internacional, pero ante todo la española, necesita de este tipo de tradiciones. El Congreso debería tomar ejemplo y permitir que algún bicho (el ex teniente coronel Tejero ya lo hizo en su tiempo) provocara la algarabía y emoción de ciudadanos de a pie, para que los Zapateros y Zaplanas, dispuestos al sacrificio, tuvieran el coraje de esos matadores y nos deleitaran con su valor, astucia y coraje. Claro que ellos son matadores, pero de otra manera. Lo hacen a través de otro tipo de mercenarios, con ametralladoras y bombas de mano.

Pero no caerá esa breva. Están protegidos en la barrera, no hay ganado en las dehesas patrias y el PCE da su fiesta anual con el patrocinio de El Corte Inglés. Ya no hay toreros decentes, de esos que mueren en la plaza para mayor gloria del respetable. Qué asco.

Y yo, aquí en La Habana, en una mañana de septiembre, ensayando ante el espejo para que mi colega y compañera sepa cómo se da una verónica, un natural o un pase de pecho. Lo que hay que hacer por los amigos. Y más si son cubanas...


Nota.- La última encuesta de GALLUP revela que el 31% de los españoles se muestra interesado en las corridas de toros, mientras que un 68,8% no demuestra ningún interés. Solo el 0.2% no tiene opinión al respecto-
Estos datos corresponden a la última encuesta de la serie que sobre este tema se ha realizado a lo largo de los últimos treinta años. Los resultados suponen una continua tendencia de descenso del interés por este espectáculo.
A principios de los años 70, los interesados en las corridas de toros eran el 55% de los españoles. En los 80, este colectivo representaba cerca del 50%, mientras que en los 90 las cifras de aficionados estaban en torno al 30%.  A comienzos del siglo XXI las cifras son equivalentes.
Según la residencia: Galicia y Cataluña es donde la afición es menor. Manifiestan no tener ningún interés el 81% al noroeste y el 79 al noreste.

Contra el matrimonio

Contra el matrimonio

La aprobación en el Congreso de la ley que autoriza el matrimonio entre homosexuales, celebrada en España a bombo y platillo, deja algunas incógnitas en el aire acerca de la honradez de tal medida por parte del ejecutivo socialista, y ninguna duda en cuanto al oportunismo descarado del equipo de Zapatero, ávido y necesitado de acciones tan aparentemente avanzadas como esa, deseada por una supuesta mayoría de la población, y rechazada de plano por otra no menos escasa representación ciudadana. La fractura social que se ha abierto en la tierra de la Inquisición es incontestable. Las dos Españas siguen en pie de guerra.

La futura República Federal de los Pueblos Ibéricos disfruta como un nene con zapatos nuevos (si creemos las encuestas y shares de audiencia), cuando las TV públicas y privadas emiten espacios, absolutamente faltos de seriedad y rigor, acerca de algo tan serio como la sexología. Esa España “grande y libre” en la que aún se tortura y maltrata a los reclusos, sean o no etarras (ver último informe de las Naciones Unidas), celebró durante años las payasadas de personajes como Boris, que ridiculizaban la figura del homosexual como lo hiciera el franquismo durante la dictadura. Pero ni una palabra sobre las bestialidades cometidas en las prisiones, comisarías y cuartelillos de toda la geografía hispana.

Seamos serios. El homosexual, no es un mariquita de feria para explotar entre cientos de anuncios. La persona que banaliza su condición exhibiéndose en las pantallas como un animal circense, puede llegar a convertirse en un patético clown, como infantiles e inútiles son las celebraciones del orgullo gay, que deforman gravemente la personalidad de quienes eligen esa orientación sexual. Nada que ver la alegría lésbica con la de sus colegas, porque en ese colectivo no hay “Peponas” que únicamente se ocupen de arrancar carcajadas entre los ciudadanos. No hay machorras que enseñen el pubis o el Monte de Venus para jolgorio del espectador mientras imitan los gestos del hombre. No existe por su parte nada similar a la continua y cansina forma de hablar y actuar, que tan chuscamente interpretan profesionales del mal chiste como Los Morancos. En el mundo de las fans de Safo no se banaliza, ni se bromea con algo tan respetable. Son mujeres en pleno dominio de su sexo y no hacen de él un carnaval para vender a las revistas del corazón, aunque en las carrozas pongan por delante a los que gustan del disfraz feminoide, como reclamo publicitario para la tan deseada normalización de su status. Ellas ayudan con su actitud al respeto y normalización de esa opción.

En el terreno de la permisividad, el carpetovetónico ciudadano ibérico ha asistido en los últimos años a una más que falsa “tolerancia sexual”, amparada por más del cincuenta por ciento de los medios de comunicación, colectivos de todo tipo e, insisto, una gran parte de la sociedad. Pero España no es, sin embargo, un país tolerante y abierto. La hipocresía más vil se esconde en ese falso progresismo de salón.

Cuando hace 22 años Las Vulpess escandalizaron en la TVE con su canción “Me gusta ser una zorra”, ningún diario, radio o colectivo ciudadano, salió en defensa del cuarteto, y mucho menos de mi humilde persona, amenazada de cárcel por escándalo público. ¿Voy a tragarme, sin sentir el vómito, que en esos cuatro lustros y dos años, ese estado de opinión ha dado un giro de 180 grados?. Aún recuerdo los denuestos e insultos de compañeros (hoy muy “demócratas de toda la vida”), que jaleaban al Fiscal General pidiendo mi cabeza. Aún resuenan en mi oído, y rememoro los titulares de periódicos, los lamentos porque el tal Tena dirigiese un espacio de televisión desde el que provocar a la audiencia con sus “ocurrencias”.

Esos mismos personajes, y otros parecidos, aplauden ahora (porque es signo de modernidad) que los matrimonios entre homosexuales tengan rango de ley. Queda muy bien ser abierto y comprensivo, aunque en su fuero interno, cuando llegan a la intimidad del hogar, se desfoguen diciendo: “¡Y ahora encima, quieren adoptar niños... ¿A dónde vamos a parar?”. A la mañana siguiente, en la radio, en la prensa, en la pequeña pantalla, sus palabras serán totalmente diferentes. Hipocresía de la más casposa, de origen farisaico, de raíces inquisitoriales. Conozco el medio, señores.

Aplaudo en su justa medida lo que aprobó el Congreso, qué duda cabe. Pero déjenme de monsergas y falsos progresismos. España sigue siendo rijosa y falsaria, atascada en el franquismo y disfrazada de tolerante, como en un carnaval siniestro en el que muchas conciencias desaprueban en privado esa posibilidad de matrimonio, pero jalean en público a los sufridos homosexuales que durante tantos siglos han sido objeto de censura y escándalo.

Esa ley no es siquiera un avance. Es una forma de sacar dinero al personal como otra cualquiera y los comerciantes están encantados con la medida. Estoy seguro de que El Corte Inglés prepara su “Semana Gay”, su mes con “Moda para lesbianas”, aunque no se han decidido por el modelo que presenten en los spots de televisión. Conviene distraer al personal. Es más: resulta imprescindible ese tipo de medidas, para evitar que el pueblo llano caiga en la cuenta de las miserias que aún quedan por arreglar. Mientras tanto, Zapatero y sus Cuates entregan a Bush todas las cartas para que siga ejerciendo el papel de terrorista número 1. Y el que apoya a un asesino es tan culpable como aquel. Avanzados en lo sexual, carpetovetónicos en lo social. Cómplices en lo político, amigos del enemigo más brutal que haya parido la sociedad estadounidense. Mudos ante las masacres y asesinatos diarios en Irak, pero tremendamente afectados cuando las víctimas son europeas, sea en Madrid o Londres.

La doble moral de los políticos españoles es repugnante: se colocan la careta del progresismo fácil, en tanto ayudan a masacrar a los inmigrantes con leyes discriminatorias de baja estofa, recortan los sueldos y derechos de millones de trabajadores, de inmigrantes y estudiantes, preparando otras medidas que distan años luz de la ética política inherente a la verdadera izquierda. El truco del sexo es uno de los más arteros que estos chicos de Zapatero, IU, etc., se han podido inventar para distraer a los inocentes, más preocupados por brindar en la boda y firmar su Libro de Familia, que por saber si algún día tendrán una pensión digna.

Lo que el mundo necesita son menos leyes matrimoniales. Al contrario, sería aconsejable que los psiquiatras y especialistas en derecho se definieran acerca de ese contrato del que se suele salir bastante mal parado, tanto económica como emotivamente.

No hace falta decir pues que estoy en contra del matrimonio, tal y como se concibe en nuestros tiempos. Lo rechazo de plano como fórmula para edificar una sociedad que pueda progresar en paz. La unión de dos seres no se debe realizar ante una autoridad municipal, autonómica o religiosa, como si de una obra de teatro se tratara, exhibiendo la natural felicidad del momento. Ese instante debe celebrarse ante notario, firmando un contrato de servicios mutuos con sus cláusulas bien claras. Dejad a un lado lo sentimental, que los besos y miradas de ternura no os permiten divisar el bosque. Centraos, querid@s homosexuales y lesbianas, en los artículos, en la letra pequeña de ese compromiso ético que vais a firmar.

Aconsejo a los más jóvenes que no se dejen llevar por la estúpida alegría y falsa modernidad de la medida que el Congreso español ha aprobado. Casarse es una solemne estupidez. Sobre todo si no hay un papel de por medio que aclare el rol de cada actor, sus obligaciones y derechos, sus deberes y ventajas, su compromiso moral, laboral y económico.

Pero, en cualquier caso, queridos y admirados Paquito, Lluis, Eliseo, Mercedes, Elisa: que disfrutéis de la posibilidad de contraer nupcias. Ya habéis llegado a lo que algunos llaman normalidad. Y no existe nada más peyorativo que ese término. Me quedo con lo diferente, como el inolvidable y valiente film de Alfredo Alaria.


 


Matrimonios entre homosexuales

Matrimonios entre homosexuales

He aquí, a guisa de información, la legislación vigente en algunos países del globo terráqueo, en lo referente a la tan discutida ley, aprobada recientemente por el Parlamento español, que legaliza el matrimonio entre personas del mismo sexo. Hay algunas curiosidades, sorpresas y detalles nada sutiles que ayudarán al lector a tener una imagen algo más amplia sobre este hecho.


Argentina

Buenos Aires fue la primera capital en Latinoamérica en garantizar las uniones civiles del mismo sexo, pero esa ley sólo es válida en dicha ciudad. El resto de los argentinos gays o lesbianas no pueden legalizar su unión en otra ciudad.


Bélgica

En el mes de noviembre de 2002, el Senado de aquella nación aprobó la ley que reconoce el matrimonio entre dos personas del mismo sexo. En Holanda se había aprobado una norma similar para los ciudadanos nacidos en ese país que incluía a los inmigrantes legales. El resto quedan fuera de la aplicación de dicha ley.


Canadá

Diciembre de 2002. La discriminación por orientación sexual está prohibida, pero el matrimonio entre gays y/o lesbianas no es legal, excepto en Ontario y Quebec. No obstante el Gobierno federal evalúa en la actualidad la posibilidad de ampliar la validez a todo el territorio nacional.


China

La comunidad psiquiátrica en ese país considera aún que la homosexualidad es una enfermedad. No obstante, los homosexuales no son perseguidos por la policía y no es delito confesarse gay, aunque hay áreas extensas en las que las autoridades son menos permisivas.


Colombia

Los militares que se confiesan gays tienen aún muchos problemas en el ámbito castrense, y una pareja homosexual no puede residir de forma conjunta en una base militar. Los civiles aún tienen restricciones para vivir en una misma casa.


Dinamarca

En 1989, los daneses fueron los primeros ciudadanos del mundo en aceptar matrimonios de personas del mismo sexo. En 2000, se amplió la ley para permitirles adoptar niños, siempre y cuando alguno de los dos hubiera pasado por la experiencia de un previo matrimonio heterosexual.


Islandia

La cohabitación para homosexuales se aprobó en 1996, lo que permitía a las parejas de gays y/o lesbianas obtener los mismos derechos que los matrimonios heterosexuales, incluida la adopción.


Finlandia

El Parlamento finlandés aprobó una serie de leyes que garantizan ciertos derechos civiles para las parejas gays y lesbianas, pero no con el mismo rango que las que protegen a los matrimonios heterosexuales.


Francia

En octubre de 2000 se aprobó una ley llamada Pacto de Solidaridad Civil, que permite a las parejas homosexuales obtener en los ayuntamientos una licencia de cohabitación, que les garantiza casi todos los derechos habituales en los matrimonios heterosexuales, en lo referente a herencias, declaración de renta, residencia común, etc.


Groenlandia

Como territorio dependiente de Dinamarca, aunque dotado de cierta autonomía, se intentó aplicar las mismas leyes que tienen los daneses, pero en principio el Parlamento se había negado a dar por bueno lo aprobado en Copenhague en 1989, rectificando esa decisión siete años más tarde; es decir, en 1996.


Alemania

Los matrimonios entre homosexuales y lesbianas son legales pero no tienen derecho a la adopción.


Hungría

Desde 1996, las autoridades de ese país garantizan los derechos de las parejas de gays y lesbianas en lo referente a pensiones y herencia, pero no permite que adopten. La sociedad húngara, no obstante, no tolera de buen grado este tipo de relaciones, que fueron legalizadas por presiones de la UE, como requisito indispensable para que accedieran al Mercado Común.


Italia

En algunas ciudades se permite la inscripción civil de parejas homosexuales, pero esa medida no tiene peso legal alguno.


Japón

La comunidad psiquiátrica japonesa acaba de declarar que la orientación sexual del mismo signo no es una enfermedad mental.


Holanda

Exactamente los mismos derechos para matrimonios hetero y homosexuales desde el año 2001.


Noruega

El matrimonio entre personas del mismo sexo es válido desde 1993, bajo una ley llamada de Registro Doméstico de Parejas. En Suecia es prácticamente igual. Tienen los mismos derechos que las heterosexuales pero no pueden celebrar la unión en ninguna iglesia, ya que todas las comunidades religiosas del país hicieron un comunicado en este sentido.

Y así, con todas las variantes posibles, pero en general, la situación en Europa es mucho más permisiva y tolerante que en el resto del globo, incluyendo EEUU, donde el presidente Bush ha firmado una ley que contempla que, en caso de fallecimiento de uno de los dos miembros de la pareja, la otra pudiera acceder a la herencia, pero sin ningún otro beneficio. El matrimonio gay, prohibido en todo el territorio estadounidense, sólo es legal en el estado de Vermont.


 







Mirando hacia atrás sin ira

Mirando hacia atrás sin ira

por Antonio Delgado y Carlos Tena


Mi gran amigo Antonio Delgado, profesor de Literatura en un Instituto malagueño, me envió hace algunos meses una carta, en la que manifestaba su pasmo ante lo que los jóvenes de hoy consideran un entorno social y familiar hostil, duro, agresivo, insoportable o frustrante. Apuntaba su sorpresa por el desánimo de buena parte de ellos cuando se les presenta cualquier pequeña dificultad. “Y eso que les hemos dado lo que han querido”, protestaba. Y es, precisamente ese detalle, donde creo radica el error de mi generación. Millones de jóvenes a quienes no hemos sabido enseñar el valor de una hoja de papel, un plato de lentejas, un libro o una mirada inocente. Y medito sobre cómo fue nuestra existencia.

La España de mediados de los cuarenta era, por encima de otras consideraciones, un país triste, ennegrecido por el odio, por la venganza de la dictadura franquista contra todo aquello que significara cultura, porque en ella se agazapaba la libertad, se escondía un enorme horizonte de esperanza, de conocimiento y tolerancia. España era torturada cada instante por la mediocridad de los funcionarios, que en su deseo de protagonismo gozaban humillando a quienes sabían más cultos, con insultos, prohibiciones, vejaciones profesionales y toda suerte de agresiones físicas y psíquicas.

Muchos de nosotros, que comenzamos los estudios a los seis o siete años cuando el siglo XX cumplía sus bodas de oro, sufríamos por ende un ambiente familiar en el que la violencia verbal (y en ocasiones la física) era tan habitual, como la tortura y los malos tratos en los cuartelillos de la Guardia Civil, comisarías y cárceles españolas del 2005, sin que el gobierno de Zapatero (y antes los de Aznar y González) haga nada por impedirlo. En eso, mi España de ahora semeja mucho a la del Caudillo. Pero no por ello fuimos una generación desilusionada, carente de sueños y utopías; más bien al contrario, hallamos en “saber aprovechar lo poco que se tenía”, para ir avanzando paulatinamente con la única arma que se nos permitía: el sentido del humor.

Y la verdad sea dicha, mirando hacia atrás, no sé cómo hemos podido sobrevivir. Es casi imposible que estemos vivos, pero de momento respiramos. Fuimos la generación de la espera y la cola. Pasamos la infancia y buena parte de nuestra juventud aguardando, siempre mirando hacia un lugar inexistente de donde se suponía podría llegar la solución a todos los problemas. Teníamos que esperar dos horas para hacer la digestión antes de bañarnos (y eso que no habíamos comido casi nada). Los domingos, como era el día de misa obligada, no podías meterte nada en el estómago antes de que el Señor Dios, en forma de hostia penetrara en tu esófago camino del píloro y de ahí a la piscina de los jugos gástricos. Y encima, en Semana Santa, los curas mandaban ayuno porque sí. Siempre esperando. Hasta los dolores también se curaban con el tiempo.

Viajábamos, rara vez, en coches sin radio, sin cinturón de seguridad ni air bag, por carreteras llenas de baches en los que bien pudiera caber un camión de tamaño mediano, en trayectos de más de diez horas, y cinco personas en cada vehículo, que normalmente era un seiscientos. Nunca supimos lo que era el síndrome del turista. Nunca vimos una autopista ni un peaje. Nadie protestaba. Se asumía la realidad sin muecas o malas caras, entonando canciones pícaras o contando chistes verdes.

En casa, las puertas eran de madera mala, carecíamos de armario ropero y nuestras prendas de vestir eran las que nos dejaban los hermanos mayores, primos o un tío que teníamos en América. Nuestra madre nunca nos llevó de compras por Europa, para regalarnos unos vaqueros de marca norteamericana. Los medicamentos se envasaban en frascos sin tapa a prueba de niños, sin prospecto o indicaciones, sólo con un papel pegado en el que se decía cual era el contenido: mercurocromo, alcohol, agua oxigenada, aguarrás... En casa, la lejía o el amoníaco estaban en unas botellas al alcance de cualquiera, mas ninguno de nosotros bebió de ellas confundiéndolas con agua mineral.

Cuando alguien nos prestaba una bicicleta o un patín, corríamos sin casco, a toda velocidad, lanzándonos cuesta abajo sin preocuparnos de que no existiera freno, o si había, estaba roto. Nos columpiábamos en artefactos metálicos, con esquinas puntiagudas, y luego jugábamos a ver quién era el más animal, sin que por ello nos rompiéramos otra cosa que un dedo. Nos dábamos golpes en la cabeza, presumíamos de los arañazos y brechas en las piernas y rodillas, sangrábamos sin que las lágrimas aparecieran en nuestros ojos, y un vecino era el que hacía el papel de enfermero y nos ponía agua oxigenada o agua caliente.

En la calle se nos localizaba a gritos, no había móviles ni artilugios con los que saber dónde estábamos, y llegábamos a casa cuando se encendían las farolas. Nos peleábamos todos los días por una chica, por una canica, por un trozo de madera con la que un zapatero nos podía fabricar una peonza, pero nunca llegaba la sangre al río. Comíamos lo que había en la mesa sin rechistar, porque de no hacerlo, se nos volvía a poner lo mismo en la cena. De vez en cuando caía alguna barra de pan, a la que nuestra madre le ponía dentro un trocito de carne de membrillo, unas gotas de aceite o algo que decían era chorizo, mortadela o un pedazo de tortilla del día anterior, que la abuela había dejado porque andaba con una diarrea galopante. Nadie nunca nos habló del colesterol. Ni existían los regímenes de adelgazamiento.

Siempre que caíamos enfermos de gripe pasábamos tres días en cama con un fiebrón de casi cuarenta grados, y nos curaban con aspirina y un ponche caliente que tenía aspecto lechoso, ardiente, con sabor a huevo, unas gotas de coñac del malo y algo de canela. En la escuela nos contagiábamos todo entre todos: hasta los piojos, que nuestras abuelas nos quitaban lavándonos la cabeza con vinagre caliente. Compartíamos el refresco, la merienda, el agua, y el fin de semana era igualmente de confraternización. Nada de tecnología punta o videojuegos: lo único que existía eran las chapas, canicas, trompos, tabas, lo que fuera, y así pasábamos las horas muertas porque en la radio daban una novela muy dramática que ninguno comprendíamos.

En el cine, una vez al mes, nuestro padre nos compraba un paquete de cacahuetes con mucha sal, y unos polvos que al humedecerse en la lengua estallaban en sabores de fresa, limón, naranja o menta. Pero nadie nos decía que eso podía provocar cáncer. Estudiábamos lo justo. Casi ninguno combatía por llegar a la matrícula de honor. Nos bastaba con entender quién era Cervantes y por qué el Quijote estaba loco. Era suficiente saber que H2O era la fórmula del agua. Recitábamos poemas de memoria, cantábamos en el coro de la escuela, ayudábamos a misa aunque jamás vimos a Dios. O a la Virgen, que curiosamente siempre se aparecía a la gente del campo. Aprobábamos los exámenes e ingresamos en la universidad con la misma naturalidad con la que un cubano habla de música. Sabíamos que el juego en la calle era el premio por haber soportado algún sopapo, propinado por un maestro de mal carácter, en un momento de cabreo. Ninguno pudo imaginar que un caso así pudiera ser motivo de denuncia treinta años después.

Jugábamos al fútbol con una pelota hecha de papel y retales de tela vieja que nuestras vecinas arrojaban a la basura. Y la portería se marcaba con dos piedras, dos árboles o dos carteras de la escuela. No teníamos calzado deportivo, no sabíamos lo que era, excepto por un vecino rico al que su padre le había regalado un par de botas de cómo las de Kubala por su cumpleaños. Pero él jamás marcaba goles, ni sabía regatear como los demás chavales de la pandilla. Era un niño de papá, o sea, un piernas.

Hacíamos el bestia tirando piedras a los pajaritos, cazando lagartijas para cortarlas el rabo, ranas para abrirlas con una navaja y contemplar los latidos de su corazón, tal y como nos decía el profesor de ciencias naturales. No sabíamos que eso estaba mal. No había nadie que nos hablara de ecología, del maltrato a los animales.

Si un verano íbamos a la casa de un familiar que tenía la fortuna de vivir cerca de la playa, nos revolcábamos en la arena sin crema protectora, sin temor a las quemaduras solares, sin clases de surf, ni vigilantes que pudieran salvarte en un momento de apuro. No éramos tan gilipollas como para adentrarnos donde “el agua nos cubría completamente”. Y menos aún en una piscina pública, en la que el líquido era de un color marrón claro, y donde casi todos nos orinábamos dentro sin temor a contagiarnos de nada. Intentábamos ligar con las chicas persiguiéndolas por el parque para darles un beso furtivo en la mejilla, tocarles las piernas, o las nalgas, pero sólo lográbamos alguna bofetada, de ellas o sus madres, pero reíamos dichosos con la aventura.

No sabíamos lo que era la televisión, ni Internet, ni la pornografía, ni conocíamos la existencia de la droga. Jamás viajamos en avión, ni fuimos a hoteles de 4 estrellas, todos los países eran el extranjero que estaba muy lejos, menos Francia, un país odiado por el sistema (como hoy por el Gobierno español, tras el referéndum europeo en el que triunfó el NO) donde una tal Brigitte Bardot, enseñaba las tetas en una película que se titulaba Y Dios creó a la mujer, que luego resultó tan inocente como Marcelino Pan y Vino.

El valor de las cosas de las que hoy disponen los niños, adolescentes y jóvenes del primer mundo no tiene comparación. Pero su convicción ante la eficacia de la protesta, de la lucha y el combate, se evapora entre el miedo y el temor a perder clase social. Pánico a la necesidad. Y no es culpa suya.

Al final del siglo XX y en los inicios del XXI, una gran parte de la juventud comenzó a envejecer en el mismo instante en el que no fuimos capaces de “pasar” de sus caprichos. No supimos decir no, no les negamos nada... o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual, como dijo mi admirado Silvio Rodríguez.

No culpemos pues a los jóvenes. por su aparente desinterés ante las aberraciones de todo tipo que EEUU y Europa han consagrado en nombre de la libertad y la lucha contra el terrorismo. Les toca vivir un mundo mucho peor que el que padecimos en la España franquista. Viven en un tiempo cruel, bestial, que les obliga a pensar que lo superfluo es lo más imprescindible. Demasiado duro, colega.


El País de las mentiras

El País de las mentiras ¿Cuándo comenzó el diario El País su maratón de mentiras? ¿En qué momento inició Juan Luis Cebrián su ronda de cenas con periodistas e intelectuales necesitados de dinero, que se avinieran a escribir en un medio que, por encima de libros de estilo y deontologías, deberían ponerse al servicio de un empresario como Jesús Polanco? ¿Qué conversaciones se desarrollaban entre el anfitrión y otros profesionales, para que muchos de ellos huyeran despavoridos de ese medio, tras haber sufrido más de un rapapolvo, censura y recriminaciones destempladas? De casta le viene al galgo, dice el viejo refrán.

El avispado Juan Luis, vástago del que fuera capo del periódico Informaciones, pasó fugazmente por la dirección de los Servicios Informativos de TVE, durante los estertores finales de la dictadura del asesino Francisco Franco, dejando una estela de prohibiciones tales, que pocos de sus sucesores podrían hoy echarle un pulso, en cuanto a felonías profesionales se refiere, si exceptuamos a la gran María Antonia Iglesias (que fue quien vetó mi presencia en los telediarios de la TVE, eso sí, por órdenes directas de Alfonso Guerra, otro demócrata convencido) o Alfredo Urdaci, a quien no conozco personalmente, pero a quien insultan y vituperan quienes precisamente han actuado y obran de la misma manera: servil y rastrera.

Juan Luis, padrino profesional de mi compañero y amigo Moncho Alpuente (cuyo talante progresista se demuestra diariamente, a pesar de ello), dicen que tiene ese encanto indefinible que distinguía a personalidades del estilo de Felipe González (¡que alguien me lo explique, por favor!); un no sé qué, un duende etéreo que lograba milagros tales como la deserción del comunista Santiago Carrillo, El Submarino de la Santísima Trinidad*, o convencer a la neofalangista Maruja Torres de que Julio Iglesias era el mejor cantante del mundo.

El invisible charme de Juan Luis posee tal vez el mismo aroma que distingue a otras personalidades cercanas a él, como por ejemplo, George W. Bush o Juan Carlos de Borbón; dicen que tiene un poder de persuasión tal, que va más allá de las actuaciones estelares de ciertos hipnotizadores de los programas de José Luis Moreno; un knack sólo comparable al de un mafioso que ofrece un cheque de miles de euros, en pago por una discreta bajada de pantalones; un hechizo, quizá tan atractivo como el de José María Aznar, que le hace irresistible a quienes han tenido la desgracia de compartir mesa, mantel, café, habano y diatribas, contra todo aquel que no acepte el capitalismo salvaje como único sistema social posible.

Pero su talante chulesco, su huidiza mirada (pocas veces posa sus ojos en el interlocutor, prefiriendo maquinar estrategias mientras intenta sofronizar a la moqueta del despacho), le hacen uno de los elementos más preclaros de la maltrecha prensa española, equiparable sin duda a Pedro Jota Ramírez, Federico Jiménez Losantos o Luis María Ansón, que para muchos colegas es la perfecta encarnación de la halitosis periodística.

En la España del post-franquismo, de esa desgraciada nación que ya había sufrido el castigo de la barbarie durante más de 40 años, la cobardía se ha enseñoreado de toda la piel de toro. La práctica del doble rasero, la mentira y la desinformación, son las constantes habituales en cualquier escenario de la geografía periodística nacional; son los cuernos no manipulados de un morlaco dispuesto a matar a quien ose ponerle un trapo delante; son la vergüenza para los miles de ingenuos alumnos de las Facultades y Escuelas de periodismo.

España ya no es, ni acaso lo fue nunca, un territorio donde los Quijotes salen de los escondrijos para alentar con sus sueños la posibilidad de la utopía, sino una triste patria de malos imitadores de Sancho, de panzudos mediocres de sonrisa estúpida y palabra inane. Rebuznan, mas no relinchan. Chillan, en vez de cantar. Gruñen, cacarean, graznan y balan como animales de un ejército que necesita del grito por encima de la razón.

Ahí están, para dejar constancia de ello, de la inteligencia política del país menos europeo de la comunidad, a esos grupos del rap más irracional, que arrasa con todo lo que sale a su paso: Bono y Los Últimos de Filipinas, José Antonio Alonso y sus Torturadores de Roquetas, María Teresa Fernández de la Vega y la Señorita Pepis, apoyados mediáticamente, faltaría más, por ese Juan Luis y sus Jineteros Polancos, que se encargan de jalear a conjuntos como el de Rosa Montero y sus Escuálidas, Fernando Savater y el Vómito Final o Vargas Llosa y La Parálisis Cerebral.

Yo por mi parte me niego en rotundo a programar sus discos, y aun menos a escribir reseñas de sus cancioncillas. Para eso está el Paladín de la Mentira, el Cid Campeador de la Mordaza y la Manipulación: Juan Luis Cebrián, alumno aventajado del servilismo, Académico de la Lengua Viperina, cuyas aportaciones al diccionario pueden ser en un futuro inmediato, no lo duden, sorprendentes. Creo que en un reciente viaje a New York, para contratar de nuevo los servicios de su mayordomo Muñoz Molina el Doliente, propuso que a partir de ahora, la definición del término “mentira” en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, sea:
Verdad absoluta que se impone desde los grandes monopolios de la información.


*Calle madrileña donde en tiempos estuvo la sede del PCE.


A Dios rezando y con las bombas dando

A Dios rezando y con las bombas dando

La negativa de Zapatero para asistir a la misa que Benedicto XVI celebró en Valencia (algún día se sabrá la verdad de por qué hubo tantas víctimas en el accidente del Metro de aquella ciudad), contrasta con la política de protección y financiamiento de la Iglesia Católica, que el mandatario puso en marcha para acallar las voces de la derecha más ultramontana. Sin embargo, como buen alumno de Felipe González, es fiel al aserto: una de cal y otra de arena, querido José Luis.

 El de León no se para en tapujos y, en un mágico viaje entre el sarcasmo y la hipocresía, es capaz de levantar el dedo a sus fans como diciendo “¡Qué huevos tengo¡, ¿eh, amigos?”, presumiendo de cierta coherencia por su inasistencia a la comedia papal, en tanto con otro (se supone que el anular de la mano izquierda), señala a sus ministros las arcas del Estado, para que vayan sacando del erario público todos los millones de euros que puedan utilizarse, con el objeto de que la religión sea estudiada y promocionada, no sólo en los colegios privados de carácter seglar o laico, sino en todos los establecimientos públicos destinados a la enseñanza, en clara trasgresión del principio de aconfesionalidad que determina la Carta Magna.  La relación entre la iglesia católica – absolutamente fiel al Papa, sin fisuras a lo Tarancón  – y el ejecutivo español es ahora paradisíaca. ZP es también capaz, en esa práctica del ilusionismo a lo David Copperfield, de condenar públicamente el ambiente bélico y asesino que atraviesa el mundo (solo por culpa del gobierno de EEUU y sus chantajes), pero condecorar tres minutos más tarde a un militar norteamericano que, además, aunque hubiera violado y torturado a alguna niña iraqui o afgana, jamás podría ser juzgado por ello ante un tribunal internacional. Coherencia socialista. Y en el colmo de la desfachatez, el hoy aznarista ZP envía a la Casa Blanca, humillado y patéticamente babeante, a su grupo favorito, Moratinos y los Escuálidos de la Moncloa, para que repitan ante el genocida Bush: “Salve, George, los que vamos a practicarte la fellatio te saludan”.  Más coherencia socialista, remedada por su correligionaria Michelle Bachelet, en Chile, que sonríe dulcemente al Senado de la nación andina cuando algunos de sus miembros condena la “represión contra los disidentes cubanos” (otra de las mentiras más exitosas de los enemigos de la Revolución), mientras los asesinos y torturadores del propio padre de la mandataria, de Salvador Allende, de Víctor Jara, y de otras miles de victimas de la dictadura, se pasean por Santiago entre la impunidad y el pasmo. Socialismo a la chilena. O sea, a la norteamericana. Yo todavía no “pisaré las calles nuevamente”, porque “lo que fue Santiago, sigue ensangrentado”. Y no lo haré hasta que los criminales cumplan su castigo.  

La Iglesia católica, que según los textos constitucionales del reino borbónico no debe tener otra presencia en la sociedad que la meramente espiritual, obra sin embargo conculcando la Carta, su propio credo, sus propios mandamientos, y así, cientos de sus representantes, obispos, arzobispos, cardenales, párrocos, etc.  han demostrado un amor inmenso al Señor, como se deduce cuando somos testigos de sus constantes mentiras, de su adoración por las riquezas y el lujo, la práctica de la sodomía, la traición, colaborando en el narcotráfico y bendiciendo a criminales y terroristas como Bush, Posada Carriles, Ríos Mont, Pinochet, Videla, Aznar, Berlusconi o Solana. Ni una palabra, ni una condena judicial. Y miles de dólares para comprar las conciencias. Coherencia con el mandato y las enseñanzas de Jesucristo, se le llama a eso.

 

Por ello, porque se hallan inmersos en el puro centro de la intriga, porque saben de las decisiones del FBI y la CIA, son en extremo peligrosos y hay que financiar sus actividades hipnóticas;  se precisa de ellos para que el opio que significa lo que representan, llegue diariamente al plato de los consumidores, ingenuos fieles de buen corazón que esperan que la solución a las guerras e injusticias vengan del cielo. Creyentes que se niegan a enfrentarse a su propia inteligencia.

 

Ya sabemos de nuevo que los tiempos están cambiando hacia muy atrás, hasta situarse en pleno dominio de la sinrazón, la violencia y el pensamiento dominador. La Iglesia puede y debe ser el gran aliado (como siempre) del poder absoluto. Hay que mimarla hasta la saciedad. Hasta la suciedad. Es la decisión de ZP.

 

Los gobiernos del Eje acabaron a Hitler, pero no quisieron derrotar su ideología, manipulando el Mein Kampf hasta modelarlo como texto defensor de la democracia única, imponiéndolo a base de matanzas sin cuento.  Es la gran y vergonzosa victoria de la fuerza bruta sobre la fuerza de la razón, la nueva victoria del nazismo, del superhombre occidental, del supermacho del primer mundo.

 

Y María Teresa Fernández de la Vega, probándose nuevos modelos y hablando de la violencia de género. Con ella no van ni las matanzas de niños bajo las bombas o el asesinato de mujeres palestinas, libanesas o afganas, iraquíes o coreanas. Mirando al tendido, como muchos de los actores que se colocaron el cartelito del “No a la Guerra”, pero esconden ahora la pegatina porque es ZP quien está al frente del gobierno. Ingenuo de mí, que no sabía que la revuelta de los cómicos estaba dirigida desde Ferraz. Y es que lo de Irak ya no interesa. No hay remedio y es mejor tirar la toalla.

 

Pero una buena parte de la sociedad que goza y sufre bajo esa civilización, aunque sometida al bombardeo mediático, sabe que algo huele a podrido en el Eje que forman hoy EEUU y la UE. Aún hay quien sigue enfrentándose al Imperio, porque un aroma fétido se extiende sobre el primer mundo sin un gobierno que eleve la voz contra la peste. Proviene de las cloacas que unen la Casa Blanca con el Vaticano, desde donde, en plena coherencia con la incoherencia, ese delincuente llamado Ratzinger, disfrazado de representante de Jesucristo en la tierra, condena, con la boca pequeña, los ataques bestiales contra pueblos inocentes, pero no exige a los responsables que detengan tamaña locura, sino que tiernamente, abre las fauces y eleva sus preces para que sea el Santo Dios, y no el diablo Bush, quien traiga la paz de nuevo; pero el Sumo Hacedor permanece en un silencio más que sospechoso.

 

Jesús de Nazaret está siendo otra vez crucificado. Y los clavos se hunden en la carne divina bajo los martillazos de Benedicto XVI.

 

La esvástica se ha clavado en la bandera de la Estrella de David, acolada en un mismo escudo junto a la Mitra y las Llaves de San Pedro, rodeada de Barras y Estrellas, con la Union Jack y el Águila Negra.

 

Pero los que permanecemos bajo la bandera de la estrella solitaria sabemos que jamás perderemos el rumbo, el que nos lleva a la concordia, la paz, la salud y la cultura.