Una policía insólita
Uno, que ya camina para viejo, estaba acostumbrado a la violencia de todo tipo, lo que no quiere decir que no me dolieran las bofetadas que recibí en las escuelas y colegios durante mis primeros años de vida, casi siempre a manos de profesores y “hermanos” (maristas, salesianos, jesuitas) muy católicos, muy defensores del orden (que no de la armonía), y muy fieles a los regímenes dictatoriales, convencidos de que la letra entra con sangre: la de la religión y la que obliga a pagar al banco cuando has solicitado un préstamo.
Esos golpes procedían de las mismas gentes que hoy dicen defender el derecho a la vida, cuando se trata de impedir el del aborto libre y gratuito; un amor que se hace aún más místico al apoyar sin reservas la reimplantación de la pena de muerte (aunque hoy no exista en la Constitución española), la cadena perpetua o el cumplimiento total de las penas impuestas por un juez, sin que pueda aplicarse al condenado la reducción del tiempo de encarcelamiento, por trabajo o buen comportamiento, o ser encerrado en la prisión más alejada del domicilio del recluso, y no en la más cercana como indica la ley. Esa veneración adquiere mayor espiritualidad, cuando consideran que las cárceles deben ser establecimientos donde el recluso pagará con creces las culpas por el daño infringido, pero sin que exista la posibilidad de que pueda ser recuperado para la sociedad.
A esas religiosas, cristianas y devotas personas, al parecer no les mueve la piedad o el perdón, sino la venganza, la saña, el rencor y el odio, que según los santos Evangelios es justo lo contrario de lo que Jesucristo (en quien dicen creer) enseñó en su vida pública. Son los mismos que niegan la posibilidad de la eutanasia, porque es preferible ver cómo sufre impotente un enfermo de tetraplejia, cáncer o parálisis cerebral.
No es por ello extraño que, ante la coyuntura de tener que apoyar las numerosas denuncias por torturas contra las fuerzas de seguridad de un estado como el español, esos enamorados del amor opten por negar la menor, descalificar documentaciones como las aportadas por determinados organismos internacionales, jueces, testigos o los propios afectados, y en suma, ironizar acerca de tamaño salvajismo alegando que “ellos mismos se autolesionan”, en clara y repugnante alusión a los torturados. Han sido decenas las ocasiones en que se ha demostrado la violencia, ampliamente ejercida por algunos miembros de la Guardia Civil, la Policía Nacional, la Ertzaintza o los Mossos de Esquadra, e incluso son capaces de sonreír y murmurar: “Yo les habría dado aún más hostias”, refiriéndose a los miles de manifestantes que a lo largo de esa “transición y ejemplar democracia española”, fueron lacerados por pelotas de goma, porras, puños, piernas, culatas y balas. Así razonan los defensores de la vida, esos mismos que intentan denigrar a Cuba, país en el que lo más insólito es constatar la calma y el sosiego, cuando intervienen los miembros de la Policía Nacional Revolucionaria, incluso en los momentos más delicados.
Lo primero que me llamó la atención en toda la isla fue la parsimonia y templado gesto de quienes lucen en sus uniformes ese emblema (PNR), por ejemplo, a la hora de pedir un carné de identidad. En esos quehaceres no suelen dirigirse al ciudadano en forma chulesca o imperativa, como acostumbran a hacer en cualquier nación de la llamada Europa civilizada, o con tres porrazos y tres insultos dedicados a la madre, como en los USA, México, Polonia, Honduras, Guatemala, Chequia, Colombia, Perú o Arabia Saudita, por citar a los agentes de algunos países donde los derechos del “sospechoso” no existen, ya en esos pagos cualquier ciudadano es culpable. mientras no se demuestre lo contrario. Siempre hay un Fraga que imponga su ley. Un Aznar en ciernes. Una mala bestia que confunda la fuerza de la palabra con la paliza o el disparo a quemarropa. Y es que da la enorme casualidad de que los policías cubanos han sido educados en otros mandatos, en otras leyes, que obligan a sus defensores (y ellos son parte fundamental de esa vanguardia revolucionaria) a respetar a sus conciudadanos, siguiendo el estricto mandato de la Constitución, texto que confiere a los habitantes de la isla el genuino título de hombre (mujer) libre, y por tanto exento, en principio, de toda sospecha. Eso sí es libertad. Caminar tranquilamente, sabiendo que ningún agente va a agredirme porque le da la real gana.
En nuestra Europa, tan culta ella, el ciudadano de a pie cree que es libre porque puede votar cada cuatro años, comprar una prensa del mismo signo pero de nombre diferente, o ver canales de televisión que muestran la misma manipulación sobre el acontecer diario. Heces de las más variadas gamas, pero controladas por el mismo esfínter. Y así va la gente por la calle, mirando hacia el suelo, con gesto de explorador sediento, perdido en el desierto, fruncido el ceño, preparado el rictus, dispuesto para el insulto inmediato en cuanto se encienda el semáforo y el que va delante no arranque en décimas de segundo. Tal vez por ello, en Madrid, París y Londres se escuche tanto aquello de “Vete a la mierda”, “Va-t’en merde”, o “Shit ¡”, que significan lo mismo en los tres idiomas. Aquí, en mi Cuba ejemplar, es rara la ocasión en la que decimos a un colega: “¡Vete p’al carajo!”, que por cierto es menos maloliente, o “¡Vete p’a la pinga!”, que sin duda es mucho más erótico. Por eso, también utilizamos, en referencia a quienes mienten empecinadamente acerca de la realidad cubana, un dicho que reza: “Ya están hablando mierda”. Nada más veraz.
En el aeropuerto de Miami, la policía local suele humillar sin problemas al turista que no vaya ataviado “con normalidad”, tenga la piel morena o cetrina, se llame Emilio, Mohamed, Chung o lleve una botella de ron cubano, ya que los agentes de Bush (de toda la familia) tienen patente de corso para propinar una paliza a quien sea, como a ese bailarín español llamado José Canales, sin que hasta ahora se haya adoptado ninguna medida disciplinaria contra el culpable. El pobrecito danzarín volvió a España con una mano de hostias en todo su cuerpo serrano, y ningún miembro del gobierno (Ministerio de Asuntos Exteriores o Cultura) osó formular siquiera una discreta reclamación o protesta ante las autoridades de USA. ¿Se imaginan lo que la prensa mundial habría dicho, de haberse producido el incidente en el aeropuerto José Martí de La Habana? ¿Se imaginan la crónica en el New York Times, Le Figaro, El País, El Mundo, La Razón y demás periódicos al servicio, no de la deontología y la veracidad, sino de unos cuantos empresarios multimillonarios? Y todo ello, en primera plana. Pero la realidad, es que la tunda que recibió Canales se publicó en las páginas de sucesos, en letra pequeña, discretamente, tal vez porque Los Polancos del mundo no deseaban herir la susceptibilidad de los agentes que molieron a golpes al cándido José. Y todo, porque hacía diez años le habían atrapado con una china de hachís en otro aeropuerto usamericano. Del inocente porro, al brutal porrazo.
Los soldados de Bush, Blair o Prodi (antes Berlusconi), son siempre inocentes, aunque torturen y asesinen a familias enteras, sea en Irak, Afganistán o Bollullos del Condado. Todas las policías del mundo tienen libertad plena para golpear a los ciudadanos en la calle, en su casa o en la cafetería. Se saben protegidos por el gobierno, y lo que es peor, por casi todas las cadenas de TV, diarios, radios y páginas web más populares y conocidas del orbe.
Por suerte, hay una excepción a ese comportamiento tan habitual en el primer mundo. Está en un país inscrito económicamente en el tercero, pero medalla de oro en lo cultural, sanitario y educacional. En Cuba, tenemos una policía que es querida, respetada, pero jamás temida. Una policía que a su vez respeta de forma exquisita al ciudadano. Una policía insólita.
Esos golpes procedían de las mismas gentes que hoy dicen defender el derecho a la vida, cuando se trata de impedir el del aborto libre y gratuito; un amor que se hace aún más místico al apoyar sin reservas la reimplantación de la pena de muerte (aunque hoy no exista en la Constitución española), la cadena perpetua o el cumplimiento total de las penas impuestas por un juez, sin que pueda aplicarse al condenado la reducción del tiempo de encarcelamiento, por trabajo o buen comportamiento, o ser encerrado en la prisión más alejada del domicilio del recluso, y no en la más cercana como indica la ley. Esa veneración adquiere mayor espiritualidad, cuando consideran que las cárceles deben ser establecimientos donde el recluso pagará con creces las culpas por el daño infringido, pero sin que exista la posibilidad de que pueda ser recuperado para la sociedad.
A esas religiosas, cristianas y devotas personas, al parecer no les mueve la piedad o el perdón, sino la venganza, la saña, el rencor y el odio, que según los santos Evangelios es justo lo contrario de lo que Jesucristo (en quien dicen creer) enseñó en su vida pública. Son los mismos que niegan la posibilidad de la eutanasia, porque es preferible ver cómo sufre impotente un enfermo de tetraplejia, cáncer o parálisis cerebral.
No es por ello extraño que, ante la coyuntura de tener que apoyar las numerosas denuncias por torturas contra las fuerzas de seguridad de un estado como el español, esos enamorados del amor opten por negar la menor, descalificar documentaciones como las aportadas por determinados organismos internacionales, jueces, testigos o los propios afectados, y en suma, ironizar acerca de tamaño salvajismo alegando que “ellos mismos se autolesionan”, en clara y repugnante alusión a los torturados. Han sido decenas las ocasiones en que se ha demostrado la violencia, ampliamente ejercida por algunos miembros de la Guardia Civil, la Policía Nacional, la Ertzaintza o los Mossos de Esquadra, e incluso son capaces de sonreír y murmurar: “Yo les habría dado aún más hostias”, refiriéndose a los miles de manifestantes que a lo largo de esa “transición y ejemplar democracia española”, fueron lacerados por pelotas de goma, porras, puños, piernas, culatas y balas. Así razonan los defensores de la vida, esos mismos que intentan denigrar a Cuba, país en el que lo más insólito es constatar la calma y el sosiego, cuando intervienen los miembros de la Policía Nacional Revolucionaria, incluso en los momentos más delicados.
Lo primero que me llamó la atención en toda la isla fue la parsimonia y templado gesto de quienes lucen en sus uniformes ese emblema (PNR), por ejemplo, a la hora de pedir un carné de identidad. En esos quehaceres no suelen dirigirse al ciudadano en forma chulesca o imperativa, como acostumbran a hacer en cualquier nación de la llamada Europa civilizada, o con tres porrazos y tres insultos dedicados a la madre, como en los USA, México, Polonia, Honduras, Guatemala, Chequia, Colombia, Perú o Arabia Saudita, por citar a los agentes de algunos países donde los derechos del “sospechoso” no existen, ya en esos pagos cualquier ciudadano es culpable. mientras no se demuestre lo contrario. Siempre hay un Fraga que imponga su ley. Un Aznar en ciernes. Una mala bestia que confunda la fuerza de la palabra con la paliza o el disparo a quemarropa. Y es que da la enorme casualidad de que los policías cubanos han sido educados en otros mandatos, en otras leyes, que obligan a sus defensores (y ellos son parte fundamental de esa vanguardia revolucionaria) a respetar a sus conciudadanos, siguiendo el estricto mandato de la Constitución, texto que confiere a los habitantes de la isla el genuino título de hombre (mujer) libre, y por tanto exento, en principio, de toda sospecha. Eso sí es libertad. Caminar tranquilamente, sabiendo que ningún agente va a agredirme porque le da la real gana.
En nuestra Europa, tan culta ella, el ciudadano de a pie cree que es libre porque puede votar cada cuatro años, comprar una prensa del mismo signo pero de nombre diferente, o ver canales de televisión que muestran la misma manipulación sobre el acontecer diario. Heces de las más variadas gamas, pero controladas por el mismo esfínter. Y así va la gente por la calle, mirando hacia el suelo, con gesto de explorador sediento, perdido en el desierto, fruncido el ceño, preparado el rictus, dispuesto para el insulto inmediato en cuanto se encienda el semáforo y el que va delante no arranque en décimas de segundo. Tal vez por ello, en Madrid, París y Londres se escuche tanto aquello de “Vete a la mierda”, “Va-t’en merde”, o “Shit ¡”, que significan lo mismo en los tres idiomas. Aquí, en mi Cuba ejemplar, es rara la ocasión en la que decimos a un colega: “¡Vete p’al carajo!”, que por cierto es menos maloliente, o “¡Vete p’a la pinga!”, que sin duda es mucho más erótico. Por eso, también utilizamos, en referencia a quienes mienten empecinadamente acerca de la realidad cubana, un dicho que reza: “Ya están hablando mierda”. Nada más veraz.
En el aeropuerto de Miami, la policía local suele humillar sin problemas al turista que no vaya ataviado “con normalidad”, tenga la piel morena o cetrina, se llame Emilio, Mohamed, Chung o lleve una botella de ron cubano, ya que los agentes de Bush (de toda la familia) tienen patente de corso para propinar una paliza a quien sea, como a ese bailarín español llamado José Canales, sin que hasta ahora se haya adoptado ninguna medida disciplinaria contra el culpable. El pobrecito danzarín volvió a España con una mano de hostias en todo su cuerpo serrano, y ningún miembro del gobierno (Ministerio de Asuntos Exteriores o Cultura) osó formular siquiera una discreta reclamación o protesta ante las autoridades de USA. ¿Se imaginan lo que la prensa mundial habría dicho, de haberse producido el incidente en el aeropuerto José Martí de La Habana? ¿Se imaginan la crónica en el New York Times, Le Figaro, El País, El Mundo, La Razón y demás periódicos al servicio, no de la deontología y la veracidad, sino de unos cuantos empresarios multimillonarios? Y todo ello, en primera plana. Pero la realidad, es que la tunda que recibió Canales se publicó en las páginas de sucesos, en letra pequeña, discretamente, tal vez porque Los Polancos del mundo no deseaban herir la susceptibilidad de los agentes que molieron a golpes al cándido José. Y todo, porque hacía diez años le habían atrapado con una china de hachís en otro aeropuerto usamericano. Del inocente porro, al brutal porrazo.
Los soldados de Bush, Blair o Prodi (antes Berlusconi), son siempre inocentes, aunque torturen y asesinen a familias enteras, sea en Irak, Afganistán o Bollullos del Condado. Todas las policías del mundo tienen libertad plena para golpear a los ciudadanos en la calle, en su casa o en la cafetería. Se saben protegidos por el gobierno, y lo que es peor, por casi todas las cadenas de TV, diarios, radios y páginas web más populares y conocidas del orbe.
Por suerte, hay una excepción a ese comportamiento tan habitual en el primer mundo. Está en un país inscrito económicamente en el tercero, pero medalla de oro en lo cultural, sanitario y educacional. En Cuba, tenemos una policía que es querida, respetada, pero jamás temida. Una policía que a su vez respeta de forma exquisita al ciudadano. Una policía insólita.
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