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Viv@Fidel

El País de las mentiras

El País de las mentiras ¿Cuándo comenzó el diario El País su maratón de mentiras? ¿En qué momento inició Juan Luis Cebrián su ronda de cenas con periodistas e intelectuales necesitados de dinero, que se avinieran a escribir en un medio que, por encima de libros de estilo y deontologías, deberían ponerse al servicio de un empresario como Jesús Polanco? ¿Qué conversaciones se desarrollaban entre el anfitrión y otros profesionales, para que muchos de ellos huyeran despavoridos de ese medio, tras haber sufrido más de un rapapolvo, censura y recriminaciones destempladas? De casta le viene al galgo, dice el viejo refrán.

El avispado Juan Luis, vástago del que fuera capo del periódico Informaciones, pasó fugazmente por la dirección de los Servicios Informativos de TVE, durante los estertores finales de la dictadura del asesino Francisco Franco, dejando una estela de prohibiciones tales, que pocos de sus sucesores podrían hoy echarle un pulso, en cuanto a felonías profesionales se refiere, si exceptuamos a la gran María Antonia Iglesias (que fue quien vetó mi presencia en los telediarios de la TVE, eso sí, por órdenes directas de Alfonso Guerra, otro demócrata convencido) o Alfredo Urdaci, a quien no conozco personalmente, pero a quien insultan y vituperan quienes precisamente han actuado y obran de la misma manera: servil y rastrera.

Juan Luis, padrino profesional de mi compañero y amigo Moncho Alpuente (cuyo talante progresista se demuestra diariamente, a pesar de ello), dicen que tiene ese encanto indefinible que distinguía a personalidades del estilo de Felipe González (¡que alguien me lo explique, por favor!); un no sé qué, un duende etéreo que lograba milagros tales como la deserción del comunista Santiago Carrillo, El Submarino de la Santísima Trinidad*, o convencer a la neofalangista Maruja Torres de que Julio Iglesias era el mejor cantante del mundo.

El invisible charme de Juan Luis posee tal vez el mismo aroma que distingue a otras personalidades cercanas a él, como por ejemplo, George W. Bush o Juan Carlos de Borbón; dicen que tiene un poder de persuasión tal, que va más allá de las actuaciones estelares de ciertos hipnotizadores de los programas de José Luis Moreno; un knack sólo comparable al de un mafioso que ofrece un cheque de miles de euros, en pago por una discreta bajada de pantalones; un hechizo, quizá tan atractivo como el de José María Aznar, que le hace irresistible a quienes han tenido la desgracia de compartir mesa, mantel, café, habano y diatribas, contra todo aquel que no acepte el capitalismo salvaje como único sistema social posible.

Pero su talante chulesco, su huidiza mirada (pocas veces posa sus ojos en el interlocutor, prefiriendo maquinar estrategias mientras intenta sofronizar a la moqueta del despacho), le hacen uno de los elementos más preclaros de la maltrecha prensa española, equiparable sin duda a Pedro Jota Ramírez, Federico Jiménez Losantos o Luis María Ansón, que para muchos colegas es la perfecta encarnación de la halitosis periodística.

En la España del post-franquismo, de esa desgraciada nación que ya había sufrido el castigo de la barbarie durante más de 40 años, la cobardía se ha enseñoreado de toda la piel de toro. La práctica del doble rasero, la mentira y la desinformación, son las constantes habituales en cualquier escenario de la geografía periodística nacional; son los cuernos no manipulados de un morlaco dispuesto a matar a quien ose ponerle un trapo delante; son la vergüenza para los miles de ingenuos alumnos de las Facultades y Escuelas de periodismo.

España ya no es, ni acaso lo fue nunca, un territorio donde los Quijotes salen de los escondrijos para alentar con sus sueños la posibilidad de la utopía, sino una triste patria de malos imitadores de Sancho, de panzudos mediocres de sonrisa estúpida y palabra inane. Rebuznan, mas no relinchan. Chillan, en vez de cantar. Gruñen, cacarean, graznan y balan como animales de un ejército que necesita del grito por encima de la razón.

Ahí están, para dejar constancia de ello, de la inteligencia política del país menos europeo de la comunidad, a esos grupos del rap más irracional, que arrasa con todo lo que sale a su paso: Bono y Los Últimos de Filipinas, José Antonio Alonso y sus Torturadores de Roquetas, María Teresa Fernández de la Vega y la Señorita Pepis, apoyados mediáticamente, faltaría más, por ese Juan Luis y sus Jineteros Polancos, que se encargan de jalear a conjuntos como el de Rosa Montero y sus Escuálidas, Fernando Savater y el Vómito Final o Vargas Llosa y La Parálisis Cerebral.

Yo por mi parte me niego en rotundo a programar sus discos, y aun menos a escribir reseñas de sus cancioncillas. Para eso está el Paladín de la Mentira, el Cid Campeador de la Mordaza y la Manipulación: Juan Luis Cebrián, alumno aventajado del servilismo, Académico de la Lengua Viperina, cuyas aportaciones al diccionario pueden ser en un futuro inmediato, no lo duden, sorprendentes. Creo que en un reciente viaje a New York, para contratar de nuevo los servicios de su mayordomo Muñoz Molina el Doliente, propuso que a partir de ahora, la definición del término “mentira” en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, sea:
Verdad absoluta que se impone desde los grandes monopolios de la información.


*Calle madrileña donde en tiempos estuvo la sede del PCE.


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