Mirando hacia atrás sin ira
por Antonio Delgado y Carlos Tena
Mi gran amigo Antonio Delgado, profesor de Literatura en un Instituto malagueño, me envió hace algunos meses una carta, en la que manifestaba su pasmo ante lo que los jóvenes de hoy consideran un entorno social y familiar hostil, duro, agresivo, insoportable o frustrante. Apuntaba su sorpresa por el desánimo de buena parte de ellos cuando se les presenta cualquier pequeña dificultad. “Y eso que les hemos dado lo que han querido”, protestaba. Y es, precisamente ese detalle, donde creo radica el error de mi generación. Millones de jóvenes a quienes no hemos sabido enseñar el valor de una hoja de papel, un plato de lentejas, un libro o una mirada inocente. Y medito sobre cómo fue nuestra existencia.
La España de mediados de los cuarenta era, por encima de otras consideraciones, un país triste, ennegrecido por el odio, por la venganza de la dictadura franquista contra todo aquello que significara cultura, porque en ella se agazapaba la libertad, se escondía un enorme horizonte de esperanza, de conocimiento y tolerancia. España era torturada cada instante por la mediocridad de los funcionarios, que en su deseo de protagonismo gozaban humillando a quienes sabían más cultos, con insultos, prohibiciones, vejaciones profesionales y toda suerte de agresiones físicas y psíquicas.
Muchos de nosotros, que comenzamos los estudios a los seis o siete años cuando el siglo XX cumplía sus bodas de oro, sufríamos por ende un ambiente familiar en el que la violencia verbal (y en ocasiones la física) era tan habitual, como la tortura y los malos tratos en los cuartelillos de la Guardia Civil, comisarías y cárceles españolas del 2005, sin que el gobierno de Zapatero (y antes los de Aznar y González) haga nada por impedirlo. En eso, mi España de ahora semeja mucho a la del Caudillo. Pero no por ello fuimos una generación desilusionada, carente de sueños y utopías; más bien al contrario, hallamos en “saber aprovechar lo poco que se tenía”, para ir avanzando paulatinamente con la única arma que se nos permitía: el sentido del humor.
Y la verdad sea dicha, mirando hacia atrás, no sé cómo hemos podido sobrevivir. Es casi imposible que estemos vivos, pero de momento respiramos. Fuimos la generación de la espera y la cola. Pasamos la infancia y buena parte de nuestra juventud aguardando, siempre mirando hacia un lugar inexistente de donde se suponía podría llegar la solución a todos los problemas. Teníamos que esperar dos horas para hacer la digestión antes de bañarnos (y eso que no habíamos comido casi nada). Los domingos, como era el día de misa obligada, no podías meterte nada en el estómago antes de que el Señor Dios, en forma de hostia penetrara en tu esófago camino del píloro y de ahí a la piscina de los jugos gástricos. Y encima, en Semana Santa, los curas mandaban ayuno porque sí. Siempre esperando. Hasta los dolores también se curaban con el tiempo.
Viajábamos, rara vez, en coches sin radio, sin cinturón de seguridad ni air bag, por carreteras llenas de baches en los que bien pudiera caber un camión de tamaño mediano, en trayectos de más de diez horas, y cinco personas en cada vehículo, que normalmente era un seiscientos. Nunca supimos lo que era el síndrome del turista. Nunca vimos una autopista ni un peaje. Nadie protestaba. Se asumía la realidad sin muecas o malas caras, entonando canciones pícaras o contando chistes verdes.
En casa, las puertas eran de madera mala, carecíamos de armario ropero y nuestras prendas de vestir eran las que nos dejaban los hermanos mayores, primos o un tío que teníamos en América. Nuestra madre nunca nos llevó de compras por Europa, para regalarnos unos vaqueros de marca norteamericana. Los medicamentos se envasaban en frascos sin tapa a prueba de niños, sin prospecto o indicaciones, sólo con un papel pegado en el que se decía cual era el contenido: mercurocromo, alcohol, agua oxigenada, aguarrás... En casa, la lejía o el amoníaco estaban en unas botellas al alcance de cualquiera, mas ninguno de nosotros bebió de ellas confundiéndolas con agua mineral.
Cuando alguien nos prestaba una bicicleta o un patín, corríamos sin casco, a toda velocidad, lanzándonos cuesta abajo sin preocuparnos de que no existiera freno, o si había, estaba roto. Nos columpiábamos en artefactos metálicos, con esquinas puntiagudas, y luego jugábamos a ver quién era el más animal, sin que por ello nos rompiéramos otra cosa que un dedo. Nos dábamos golpes en la cabeza, presumíamos de los arañazos y brechas en las piernas y rodillas, sangrábamos sin que las lágrimas aparecieran en nuestros ojos, y un vecino era el que hacía el papel de enfermero y nos ponía agua oxigenada o agua caliente.
En la calle se nos localizaba a gritos, no había móviles ni artilugios con los que saber dónde estábamos, y llegábamos a casa cuando se encendían las farolas. Nos peleábamos todos los días por una chica, por una canica, por un trozo de madera con la que un zapatero nos podía fabricar una peonza, pero nunca llegaba la sangre al río. Comíamos lo que había en la mesa sin rechistar, porque de no hacerlo, se nos volvía a poner lo mismo en la cena. De vez en cuando caía alguna barra de pan, a la que nuestra madre le ponía dentro un trocito de carne de membrillo, unas gotas de aceite o algo que decían era chorizo, mortadela o un pedazo de tortilla del día anterior, que la abuela había dejado porque andaba con una diarrea galopante. Nadie nunca nos habló del colesterol. Ni existían los regímenes de adelgazamiento.
Siempre que caíamos enfermos de gripe pasábamos tres días en cama con un fiebrón de casi cuarenta grados, y nos curaban con aspirina y un ponche caliente que tenía aspecto lechoso, ardiente, con sabor a huevo, unas gotas de coñac del malo y algo de canela. En la escuela nos contagiábamos todo entre todos: hasta los piojos, que nuestras abuelas nos quitaban lavándonos la cabeza con vinagre caliente. Compartíamos el refresco, la merienda, el agua, y el fin de semana era igualmente de confraternización. Nada de tecnología punta o videojuegos: lo único que existía eran las chapas, canicas, trompos, tabas, lo que fuera, y así pasábamos las horas muertas porque en la radio daban una novela muy dramática que ninguno comprendíamos.
En el cine, una vez al mes, nuestro padre nos compraba un paquete de cacahuetes con mucha sal, y unos polvos que al humedecerse en la lengua estallaban en sabores de fresa, limón, naranja o menta. Pero nadie nos decía que eso podía provocar cáncer. Estudiábamos lo justo. Casi ninguno combatía por llegar a la matrícula de honor. Nos bastaba con entender quién era Cervantes y por qué el Quijote estaba loco. Era suficiente saber que H2O era la fórmula del agua. Recitábamos poemas de memoria, cantábamos en el coro de la escuela, ayudábamos a misa aunque jamás vimos a Dios. O a la Virgen, que curiosamente siempre se aparecía a la gente del campo. Aprobábamos los exámenes e ingresamos en la universidad con la misma naturalidad con la que un cubano habla de música. Sabíamos que el juego en la calle era el premio por haber soportado algún sopapo, propinado por un maestro de mal carácter, en un momento de cabreo. Ninguno pudo imaginar que un caso así pudiera ser motivo de denuncia treinta años después.
Jugábamos al fútbol con una pelota hecha de papel y retales de tela vieja que nuestras vecinas arrojaban a la basura. Y la portería se marcaba con dos piedras, dos árboles o dos carteras de la escuela. No teníamos calzado deportivo, no sabíamos lo que era, excepto por un vecino rico al que su padre le había regalado un par de botas de cómo las de Kubala por su cumpleaños. Pero él jamás marcaba goles, ni sabía regatear como los demás chavales de la pandilla. Era un niño de papá, o sea, un piernas.
Hacíamos el bestia tirando piedras a los pajaritos, cazando lagartijas para cortarlas el rabo, ranas para abrirlas con una navaja y contemplar los latidos de su corazón, tal y como nos decía el profesor de ciencias naturales. No sabíamos que eso estaba mal. No había nadie que nos hablara de ecología, del maltrato a los animales.
Si un verano íbamos a la casa de un familiar que tenía la fortuna de vivir cerca de la playa, nos revolcábamos en la arena sin crema protectora, sin temor a las quemaduras solares, sin clases de surf, ni vigilantes que pudieran salvarte en un momento de apuro. No éramos tan gilipollas como para adentrarnos donde “el agua nos cubría completamente”. Y menos aún en una piscina pública, en la que el líquido era de un color marrón claro, y donde casi todos nos orinábamos dentro sin temor a contagiarnos de nada. Intentábamos ligar con las chicas persiguiéndolas por el parque para darles un beso furtivo en la mejilla, tocarles las piernas, o las nalgas, pero sólo lográbamos alguna bofetada, de ellas o sus madres, pero reíamos dichosos con la aventura.
No sabíamos lo que era la televisión, ni Internet, ni la pornografía, ni conocíamos la existencia de la droga. Jamás viajamos en avión, ni fuimos a hoteles de 4 estrellas, todos los países eran el extranjero que estaba muy lejos, menos Francia, un país odiado por el sistema (como hoy por el Gobierno español, tras el referéndum europeo en el que triunfó el NO) donde una tal Brigitte Bardot, enseñaba las tetas en una película que se titulaba Y Dios creó a la mujer, que luego resultó tan inocente como Marcelino Pan y Vino.
El valor de las cosas de las que hoy disponen los niños, adolescentes y jóvenes del primer mundo no tiene comparación. Pero su convicción ante la eficacia de la protesta, de la lucha y el combate, se evapora entre el miedo y el temor a perder clase social. Pánico a la necesidad. Y no es culpa suya.
Al final del siglo XX y en los inicios del XXI, una gran parte de la juventud comenzó a envejecer en el mismo instante en el que no fuimos capaces de “pasar” de sus caprichos. No supimos decir no, no les negamos nada... o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual, como dijo mi admirado Silvio Rodríguez.
No culpemos pues a los jóvenes. por su aparente desinterés ante las aberraciones de todo tipo que EEUU y Europa han consagrado en nombre de la libertad y la lucha contra el terrorismo. Les toca vivir un mundo mucho peor que el que padecimos en la España franquista. Viven en un tiempo cruel, bestial, que les obliga a pensar que lo superfluo es lo más imprescindible. Demasiado duro, colega.
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