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Viv@Fidel

Los toreros deben morir en el ruedo

Los toreros deben morir en el ruedo
Vaya por delante la afirmación categórica de que a mí, la fiesta de los toros me importa tanto como las borracheras de George W. Bush a su señora esposa. Pero ello no es óbice ni cortapisa para que hoy, mira por dónde, me haya levantado con la muleta en la mano, en tanto el fantasma de Cúchares pasea por el dormitorio, mecido entre canciones de Silvio Rodríguez y mensajes de amigos y colegas españoles que se vienen a informar a La Habana sobre la cumbre de los países no alineados. A estos les pongo La Añoranza por la Conga para que vayan metiéndose el ritmo en el cuerpo.

Resulta que una compañera de trabajo me ha regalado un trapo rojo, con aire de muleta, al que ha colocado la correspondiente tablilla, ya que carecemos de una falsa espada, para que pueda mostrarle cómo se da un natural, un pase de pecho, una verónica, y le indique cual debe ser la postura idónea del diestro a la hora de enfilar el estoque contra el morlaco. Total, nada. Y para colmo me cita de corrido a Hemingway, Picasso y Goya. ¿Cómo le explico, sin que se enoje, que los genios lo son también a pesar de sus debilidades?
Esta bondadosa colega, que ignora mi indiferencia hacia la fiesta nacional española* (que afortunadamente cada día es menos en todo), dice estar absolutamente fascinada por el arte que demuestran los toreros que ha tenido la suerte de ver actuar en algún reportaje cinematográfico o de televisión. No lo comprendo, pero estimo en lo que vale esa capacidad de admiración hacia una tradición sanguinolenta y estúpida, aburrida hasta extremos increíbles, en la que un señor, o señora, se dedican a enseñar un trapo a un animal cegato, de unos quinientos kilogramos, para diez minutos después, mandarle a que le inserten unos palos arriba del lomo, y un picador con una puya en la mano, montado en un caballo que no puede ver nada (porque si divisara algo salía de estampida), clava unos diez centímetros de hierro justo donde el cornúpeto tiene la columna vertebral. Y ahí le provoca un agujero del que brota la sangre a borbotones para delirio del personal.


Reconozco que jamás sentí nada, excepto una apatía feroz, ante ese espectáculo que tantas pasiones despierta, aunque en cierta ocasión en que Joaquín Sabina me invitó a una corrida de toros, tuve la suerte de presenciar algo así como un absoluto caos taurino, del que fueron protagonistas un tal Curro Romero, pálido como una hoja de papel caduco, un miembro de la raza gitana llamado Rafael de Paula, este más amarillento, y otro señor mayor al que unos llamaban Antoñete, otros Don Antonio y los menos Chenel, que miraba al bicho que le tocó en primer término con desconfianza suprema, en tanto un color extraño le subía a los mofletes. El que a mi se me pone cuando observo a Aznar. O sea,  azul metileno.

Como los tres mosqueteros se dedicaron (ya que las habladurías decían que todos estaban a la puerta del abismo, es decir, que les quedaban dos días como diestros) a intentar agradar a sus fans, pero no lo conseguían, los asistentes, no contentos con los tremendos insultos que inventaban (porque al parecer lo hacían terriblemente mal), arrojaron sobre la arena y sobre la cabeza de sus ídolos todo tipo de objetos, hasta que uno de los taurófilos, mordiendo su carné de identidad (para que los agentes del orden supieran que iba documentado), pero con las dos manos libres, propinó un par de hostiazos al tal Curro, que aceptó el castigo sin siquiera mirar a la cara al agresor, que en ese momento, actuaba encarnando el espíritu indomable de los espectadores. Todo un festival de despropósitos, agresiones, insultos, vejaciones, escupitajos y gestos obscenos, que provocaron len mí a sensación de estar en un festival del PP, interrumpido por un joven con una pancarta en la mano, que rezara Gora Euskadi Askatuta, en el momento en que Rajoy se hallase en estado de levitación. Inolvidable... y patético.

Debo afirmar que, siendo enemigo de todas las formas de violencia, aquellas gentes de Las Ventas tal vez se hubieran callado, o acaso prorrumpido en ovaciones estruendosas, si alguno de los tres maduros toreros hubiese caído a tierra empitonado por uno de los animales elegidos para esa corrida, porque en el fondo, aunque se teme y estremece, el principal atractivo de ese festejo, como muchos de los consagrados en territorio español, es la posibilidad de que haya un muerto en escena, y si es con violencia, aún mejor. Las gentes de Falsimedia, con PRISA a la cabeza, o sea, los Joseph Goebbels del siglo XXI, pagarían a un morlaco (si fuese posible) para que le jugara una mala pasada al diestro y lo matara de cuatro cuernazos y un descabello. Todo, con tal de vender periódicos, programas de televisión, de radio, o simples fotografías.

Pero resulta que son pocos los toreros que están dispuestos al sacrificio: primero envían a una avanzadilla que estudie al bicho, para que, una vez desentrañado el misterio de por dónde mete los pitones el cabronazo ese, sale el figura con el capote y lo amansa un poco más dándole tres pases mal dados; a los pocos instantes suenan los clarines y otros aguerridos siervos clavan las banderillas en el cuerpo del toro, y al llegar la suerte de la muleta (que es la que priva a mi compañera habanera) el protagonista, racional y humano, se las ingenia para quitarse de en medio al principal actor, animal e irracional, probando a humillarle bajando el trapo hacia la arena, haciendo que junte las manos para meterle el estoque hasta la bola y, cuando el bicho comience a vomitar sangre, por si acaso, un subalterno le hunde el verduguillo entre las vértebras cervicales. Seis veces, seis. Y así termina el delicioso espectáculo.

Considero que la política internacional, pero ante todo la española, necesita de este tipo de tradiciones. El Congreso debería tomar ejemplo y permitir que algún bicho (el ex teniente coronel Tejero ya lo hizo en su tiempo) provocara la algarabía y emoción de ciudadanos de a pie, para que los Zapateros y Zaplanas, dispuestos al sacrificio, tuvieran el coraje de esos matadores y nos deleitaran con su valor, astucia y coraje. Claro que ellos son matadores, pero de otra manera. Lo hacen a través de otro tipo de mercenarios, con ametralladoras y bombas de mano.

Pero no caerá esa breva. Están protegidos en la barrera, no hay ganado en las dehesas patrias y el PCE da su fiesta anual con el patrocinio de El Corte Inglés. Ya no hay toreros decentes, de esos que mueren en la plaza para mayor gloria del respetable. Qué asco.

Y yo, aquí en La Habana, en una mañana de septiembre, ensayando ante el espejo para que mi colega y compañera sepa cómo se da una verónica, un natural o un pase de pecho. Lo que hay que hacer por los amigos. Y más si son cubanas...


Nota.- La última encuesta de GALLUP revela que el 31% de los españoles se muestra interesado en las corridas de toros, mientras que un 68,8% no demuestra ningún interés. Solo el 0.2% no tiene opinión al respecto-
Estos datos corresponden a la última encuesta de la serie que sobre este tema se ha realizado a lo largo de los últimos treinta años. Los resultados suponen una continua tendencia de descenso del interés por este espectáculo.
A principios de los años 70, los interesados en las corridas de toros eran el 55% de los españoles. En los 80, este colectivo representaba cerca del 50%, mientras que en los 90 las cifras de aficionados estaban en torno al 30%.  A comienzos del siglo XXI las cifras son equivalentes.
Según la residencia: Galicia y Cataluña es donde la afición es menor. Manifiestan no tener ningún interés el 81% al noroeste y el 79 al noreste.

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