¿Tiene usted intención de matar al presidente de los EEUU de Norteamérica?
Esta pregunta, aparentemente tan estúpida, se formula aún entre las decenas de cuestiones que el gobierno norteamericano de los Estados Unidos obliga a responder a quienes precisan, por motivos bien distintos, visitar ese inmenso país.
La nación mas violenta del globo terráqueo, cuyos mandatarios, a lo largo de poco más de 200 años han asesinado o pasado por la armas, bombas atómicas o no, napalm o gas mostaza, balas y balazos, bombas químicas a destajo, a mas de treinta millones de personas, en nombre del poder de la fuerza (porque jamás quisieron, por imposibilidad intelectual, usar de la fuerza de la razón), pregunta a los visitantes si ocultan intenciones magnicidas, como si los demás fuéramos exactamente iguales a su presidente. ¿Quiénes son esos norteamericanos? Porque los auténticos, los que llevaban siglos viviendo en esos territorios, eran otros mucho menos agresivos, con un sentido de la justicia y el honor tan elevado como admirable.
Desde mediados del siglo XVI, llegaron a las tierras de los sioux, de los hurones, pies negros y apaches, millones de desheredados europeos y euroasiáticos, dispuestos a enriquecerse como fuere, aunque ello significara la eliminación sistemática de los indígenas, esos que jamás utilizaban la violencia de forma gratuita. Vinieron de todas partes de globo, desde los mas remotos lugares, para salvarse de la miseria de reinaba en la vieja Europa, que aguardaba un revulsivo o estallido social de alcance universal. Nadie, excepto el misterioso ciudadano español Diego de Torres Villarroel (1693-1770), cura, jugador, brujo y matasanos, predijo la revolución francesa (aquel levantamiento formidable que trató de poner freno a quienes humillaban la inteligencia, el arte y el trabajo del hombre), con los siguientes versos:
Cuando los mil contarás
con los trescientos doblados
y cincuenta duplicados,
con los nueve dieces más
entonces, tú lo verás,
mísera Francia, te espera
tu calamidad postrera
con tu Rey y tu Delfín,
y tendrá entonces su fin
tu mayor gloria primera.
En 1756, treinta y tres años antes de que los franceses tomaran la Bastilla, ese impresionante visionario, mucho más inteligente y perspicaz que Nostradamus o San Malaquías, dejaba escrita esa décima o espinela, tan sorprendente por su tono profético, como exacta por el año en el que el hombre comenzó a soñar que podría disfrutar de algunos derechos.
Desde que George Washington fuera nombrado primer mandatario del hoy país más poderoso del mundo (habrá que recordar que lo son a base de esquilmar a todos los demás, de forma constante y pertinaz, bajo amenaza de muerte o conquista), las autoridades de aquella nación, en la que se mezclan apellidos de raleas tan distintas como lejanas unas de otras, supieron desarrollar el miedo como única arma de defensa, estrenando un filme que, al revés que en las películas del far-west, en las que el bueno y la verdad eran los triunfadores, consagraba al malo como el héroe que se salía con la suya.
En el film de terror que estamos viviendo desde que Bush Junior reina en Washington, los EEUU han consolidado brillantemente el estado de pánico más impresionante que pudiera imaginarse. Miedo como primer motor de control ciudadano, miedo azuzado a través de centenares de cadenas de radio y TV que hablan y muestran diariamente decenas de asesinatos, violaciones, crímenes de todo tipo, agresiones, robos, estafas, agresiones, en suma, para demostrar que ése es el estado normal de cosas en un sistema democrático. Miedo y violencia (la violencia del miedo), suficientes para que unas pocas personas atenacen la inteligencia de millones de seres manipulados hasta extremos inconcebibles, y aplaudidos desde la viaje Europa, cuyos mercaderes han perdido el único gramo de honradez que aun les quedaba. Miedo al visitante, miedo al filósofo, miedo al rebelde, miedo al que medita, al que no habla ese idioma basado en la venganza, miedo a todos y cada uno de los que arriban a los aeropuertos, costas y carreteras estadounidenses. Miedo cerval, sospecha en sesión continua, recelo sin fundamento, vigilancia extrema.
Un continuo chantaje desplegado con astucia indudable, pero mezclado con la cretinez inherente al mediocre, típica del cobarde. Por eso, en EEUU no existen otros kamikazes que los de la cultura. Porque no hay soldados defensores de la democracia, sino mercenarios, jóvenes sin otro futuro que alistarse en la tropa asesina del negociante y matar a diez niños, por ejemplo, a diez mil kilómetros de su hogar, salvaguardando las riquezas ajenas, sin otra motivación moral o convicción política alguna que los escasos dólares del salario militar.
Y mientras tanto, el presidente ordena masacres, torturas, atentados que parezcan realizados por fundamentalistas, crímenes que puedan ser achacados a los islamistas, muertes que salen de la Casa Blanca y luego son atribuidas a 300.000 probables terroristas, menos a su presidente que es el verdadero peligro. Es por tanto acertado pensar que la pregunta de marras, si tenemos el cuenta lo leído, encierra una singular coherencia, amén de la rabia e impotencia que uno siente cuando el policía de turno, en el aeropuerto neoyorquino de Kennedy, te mira como si fueras Aznar.
No he regresado a los EEUU de Norteamérica desde el año 2000, pero si tuviera que responder ahora mismo a la pregunta: ¿Tiene usted intención de matar al presidente?, tendría que decir: ¿Y usted qué cree? ¿Qué vengo a traerle un ramo de flores?
Me atrevo a remedar humildemente al admirable Torres y Villarroel, profetizando desde estas líneas el futuro de ese terrorista llamado George W. Bush, dedicándole esta décima o espinela.
Cuando cumplas los sesenta,
tras haber aniquilado
masacrado y bombardeado,
de forma vil y cruenta,
te saldrá cara la cuenta
y serás asesinado
por alguien que está a tu lado,
con sonrisa simulada,
de mirada descarada,
pagando así tu pecado.
La nación mas violenta del globo terráqueo, cuyos mandatarios, a lo largo de poco más de 200 años han asesinado o pasado por la armas, bombas atómicas o no, napalm o gas mostaza, balas y balazos, bombas químicas a destajo, a mas de treinta millones de personas, en nombre del poder de la fuerza (porque jamás quisieron, por imposibilidad intelectual, usar de la fuerza de la razón), pregunta a los visitantes si ocultan intenciones magnicidas, como si los demás fuéramos exactamente iguales a su presidente. ¿Quiénes son esos norteamericanos? Porque los auténticos, los que llevaban siglos viviendo en esos territorios, eran otros mucho menos agresivos, con un sentido de la justicia y el honor tan elevado como admirable.
Desde mediados del siglo XVI, llegaron a las tierras de los sioux, de los hurones, pies negros y apaches, millones de desheredados europeos y euroasiáticos, dispuestos a enriquecerse como fuere, aunque ello significara la eliminación sistemática de los indígenas, esos que jamás utilizaban la violencia de forma gratuita. Vinieron de todas partes de globo, desde los mas remotos lugares, para salvarse de la miseria de reinaba en la vieja Europa, que aguardaba un revulsivo o estallido social de alcance universal. Nadie, excepto el misterioso ciudadano español Diego de Torres Villarroel (1693-1770), cura, jugador, brujo y matasanos, predijo la revolución francesa (aquel levantamiento formidable que trató de poner freno a quienes humillaban la inteligencia, el arte y el trabajo del hombre), con los siguientes versos:
Cuando los mil contarás
con los trescientos doblados
y cincuenta duplicados,
con los nueve dieces más
entonces, tú lo verás,
mísera Francia, te espera
tu calamidad postrera
con tu Rey y tu Delfín,
y tendrá entonces su fin
tu mayor gloria primera.
En 1756, treinta y tres años antes de que los franceses tomaran la Bastilla, ese impresionante visionario, mucho más inteligente y perspicaz que Nostradamus o San Malaquías, dejaba escrita esa décima o espinela, tan sorprendente por su tono profético, como exacta por el año en el que el hombre comenzó a soñar que podría disfrutar de algunos derechos.
Desde que George Washington fuera nombrado primer mandatario del hoy país más poderoso del mundo (habrá que recordar que lo son a base de esquilmar a todos los demás, de forma constante y pertinaz, bajo amenaza de muerte o conquista), las autoridades de aquella nación, en la que se mezclan apellidos de raleas tan distintas como lejanas unas de otras, supieron desarrollar el miedo como única arma de defensa, estrenando un filme que, al revés que en las películas del far-west, en las que el bueno y la verdad eran los triunfadores, consagraba al malo como el héroe que se salía con la suya.
En el film de terror que estamos viviendo desde que Bush Junior reina en Washington, los EEUU han consolidado brillantemente el estado de pánico más impresionante que pudiera imaginarse. Miedo como primer motor de control ciudadano, miedo azuzado a través de centenares de cadenas de radio y TV que hablan y muestran diariamente decenas de asesinatos, violaciones, crímenes de todo tipo, agresiones, robos, estafas, agresiones, en suma, para demostrar que ése es el estado normal de cosas en un sistema democrático. Miedo y violencia (la violencia del miedo), suficientes para que unas pocas personas atenacen la inteligencia de millones de seres manipulados hasta extremos inconcebibles, y aplaudidos desde la viaje Europa, cuyos mercaderes han perdido el único gramo de honradez que aun les quedaba. Miedo al visitante, miedo al filósofo, miedo al rebelde, miedo al que medita, al que no habla ese idioma basado en la venganza, miedo a todos y cada uno de los que arriban a los aeropuertos, costas y carreteras estadounidenses. Miedo cerval, sospecha en sesión continua, recelo sin fundamento, vigilancia extrema.
Un continuo chantaje desplegado con astucia indudable, pero mezclado con la cretinez inherente al mediocre, típica del cobarde. Por eso, en EEUU no existen otros kamikazes que los de la cultura. Porque no hay soldados defensores de la democracia, sino mercenarios, jóvenes sin otro futuro que alistarse en la tropa asesina del negociante y matar a diez niños, por ejemplo, a diez mil kilómetros de su hogar, salvaguardando las riquezas ajenas, sin otra motivación moral o convicción política alguna que los escasos dólares del salario militar.
Y mientras tanto, el presidente ordena masacres, torturas, atentados que parezcan realizados por fundamentalistas, crímenes que puedan ser achacados a los islamistas, muertes que salen de la Casa Blanca y luego son atribuidas a 300.000 probables terroristas, menos a su presidente que es el verdadero peligro. Es por tanto acertado pensar que la pregunta de marras, si tenemos el cuenta lo leído, encierra una singular coherencia, amén de la rabia e impotencia que uno siente cuando el policía de turno, en el aeropuerto neoyorquino de Kennedy, te mira como si fueras Aznar.
No he regresado a los EEUU de Norteamérica desde el año 2000, pero si tuviera que responder ahora mismo a la pregunta: ¿Tiene usted intención de matar al presidente?, tendría que decir: ¿Y usted qué cree? ¿Qué vengo a traerle un ramo de flores?
Me atrevo a remedar humildemente al admirable Torres y Villarroel, profetizando desde estas líneas el futuro de ese terrorista llamado George W. Bush, dedicándole esta décima o espinela.
Cuando cumplas los sesenta,
tras haber aniquilado
masacrado y bombardeado,
de forma vil y cruenta,
te saldrá cara la cuenta
y serás asesinado
por alguien que está a tu lado,
con sonrisa simulada,
de mirada descarada,
pagando así tu pecado.
0 comentarios